DRAGONA
Escurre entre el peine y sus dedos el flagelo plateado que evidencia el paso inevitable del tiempo. Quiere prensarlo. Se enreda y se confunde con los otros filamentos que aún conservan su pigmento oscuro. ¿Por cuánto tiempo? Mucho menos, desde luego. ¡Qué remotos ya los días en que la melena era sombra abundante, y la sonrisa no hacía surcos en la expresión! Cuán lejana y olvidada la costumbre de reír. Ahora, han quedado esculpidas las huellas del carácter en una máscara rígida y dura, cuyo semblante motiva la distancia en precaución. Desprende el hilo, lo observa a contraluz y lee en él sus reflejos, su ausencia de color. Sopla para hacerlo desaparecer en respuesta a la melancolía. Acomoda en un nudo la completa crin opaca y fibrosa para ocultarla toda en el bonete de pitones. Tocado que le alarga la faz en terrorífica imagen que ante el reflejo le complace y aprueba. Los rasgos finos –avejentados y ensombrecidos— son acentuados con un maquillaje sutil que delinea cada facción que, pese a todo, devela su perenne belleza.
Camina hacia la ventana desde donde mira la maleza que se ha apoderado del páramo. Inhóspito paisaje en cuyos rincones sin podar, agonizan las pasadas ilusiones de amor, aventura, riesgo, pasión y vida. Aniquiladas todas las esencias desde sus capullos, han mutado en espinas y arbustos de resentimiento como fiel imagen de su ánima.
Orgullosa de su espejo extiende sus brazos para invocar sus infiernos y alimentar con ello su perversión –así ocurre a todo corazón aislado—. La ermitaña criatura invoca por la ley de atracción sus pesares. Protegida por espesas capas, ha sepultado toda emoción vital restando a su existencia ligereza. Tonel de ira que la sumerge cada vez en un pozo infinito del que sólo podrá emerger corrupta. A la perdida de gozo, una sombra es toda ella, silueta de aspecto diabólico que se funde en una pieza entre adoquines y muros. A veces el personaje la asfixia. Duele. Duele cada centímetro en que avanza al abismo. Más, no baja la guardia. Es obstinada vigilante de su misantropía. En ocasiones en que se licencia a experimentar pasión, convoca con encantos de nereida, al incauto mocerío. Tributos de lozanía que ella pierde a paso apresurado, avejentada en la penumbra de la ira. Recuerda cuando grácil jugueteaba compitiendo con las aves, los insectos y el viento. También cuando amó, cuando en cándido vuelo, nacía inspirador su canto. Al galope del jinete sutiles humedades hacen líneas en su rostro. Más, al percatarse de su debilidad, torna a devorar religiosamente sus mantis para devolverse a su anterior estado de viuda. Ya su naturaleza es acechar y atraer a los furtivos amantes que valientes traspasan el bosque de espinos. Heridos mortales, a veces huyen, y otras perecen en el acto.
Siempre, ella, en condición de perpetua solitaria. Poco a poco son menos los atrevidos. Cada vez y paulatinamente ella se arrima a su condición de soledad senil –predecible… ¿indeseable?—. Los encantos se hacen tenues y ya no hay osados que traspasen febriles los linderos. Lo sabe. Por ello, ahora, acecha exponiendo las corolas lozanas de una doncella que aguarda en sueños. Cual carnada la exhibe a los machos y al hacerlo duele, pues es la moza que le ha arrebatado el suspiro y a la que odia, por ser saldo del crimen en que fue sumergida en el lodo cuando aún vibraba placentero su corazón. Apuñalada su alegría por un ladrón que cobijado en la confianza de su inocencia, operó en ella una conversión diabólica que a su fruto hace mártir. ¿Cómo fue que decidió cobrar venganza en inerme criatura? ¿Cómo es que resguardo la castidad en letargo profundo? Devolviendo el favor, golpe a golpe.
Ahora observa al bridón que con jinete se aproxima a su muerte. Prepara sus afiladas garras y crece su figura transmutada en engendro de fuego. Viejo ritual mortal con que entretiene sus anhelos. Danza en que se exhiben cuchillo, garra, fuego y pecho. Ambos contrincantes se atienden con empeño. Ella deseando la muerte, él anhelando el lecho, y entre pares fuerzas, una tesis: “la durmiente permanecerá en su letargo”, el beso de “amor verdadero” habrá de confirmar el supuesto. Pero, antes de probar lo inefable, el vencido gana con la muerte su descanso y no prueba con los hechos el engaño. ¿No es utopía “amar hasta la muerte”, “amar en plenitud”? Sin embargo, en la muerte yace el truco: la caída del valiente resguarda la quimera. La dragona lo sabe. Lo afirma desde el instante en que mujer amante, perdió su vuelo, traicionada por aquel a quien abrió sus alas.
Esta vez, la dragona se lamenta, desearía ser vencida y comprobar lo inverso. Está agotada ante su espejo y aunque prolonga su belleza con añeja alquimia, es su alma la que reclama descanso. Duelo que duele en cada triunfo de la razón sobre el mito. Presta atención: un caballero osado ha traspuesto la barrera de agujas. Este día ha encontrado agotada a la bestia. Es su momento, y con discreta sonrisa ofrece abierto el pecho al victorioso. Cae muerta ante el atónito y anodino caballero de hierro. Incredulidad y tensión al momento de la hazaña. Danza que no dio muestra de su antaña lozanía. Se hace el silencio.
Primero cauto, luego presto, camina libre hacia la cámara. El portón se abre y queda al descubierto el tálamo. La joven durmiente permanece inmutable a la visita. Aguarda. Él se aproxima al encuentro añorado. La observa embelesado por su fresca silueta cuya laxitud la hace más apetecible. ¡Oh, aquellos delineados labios sellados y ausentes! La caricia se da lascivia. Todo queda suspenso. Las hojas, las hierbas, el viento, pasan sin ella. ¡El beso no ha despertado a la princesa! El hechizo sobrevive a su conjuro.
Conjuro invocado en plena fiesta cuando la doncella era mostrada al vulgo en plenitud de sus encantos. La hechicera se despliega de su incógnito y en atención a su experiencia prorrumpe:
“¡¡Qué se resguarde el sueño juvenil!! ¡Que quede sin tacha la criatura en profundo sueño! Hasta que el beso de “amor verdadero” haga el encantamiento de acrecentar los tesoros.”
La hechicera sabía de sus efectos. ¡Qué sólo en sueños se habrían de acrecentar los tesoros!
Ahora que la bestia ha desaparecido, las espinas ganan terreno en el baldío y las criaturas de los alrededores continúan su sino. En palacio, nueva algarabía de cantos y risas infantiles porque en la alcoba se acumulan los críos que curiosos juguetean con la madre durmiente.
Cristal Estrella Villavicencio Salgado
“Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes”